martes

LA FOTO...

Recuerdo una foto en particular. Apareces tú, con una niña entre los brazos. Ella te mira y tú le sonríes. Llevas patillas y el pelo cubre tu frente. Unas gafas oscuras protegen tu mirada del sol. Vistes con chaqueta y le das un cierto aire a Clint Eastwood y a Johann Cruyff, incluso, si me apuras, a ese primer Sebastián Palomo Linares. Es probable que no haya parecido alguno entre los tres, pero a mí me gusta imaginarte así. Y en cierta manera en algo te pareces a ellos. Hay también en la foto una motocicleta, apoyada solemnemente sobre el pie, en el arcén de la carretera. Seguramente es tu Lambretta. Jamás la ví, jamás pude tocarla, jamás me subí en ella, pero sé que es tu Lambretta.

Tengo esa imagen grabada en la memoria, no en vano he crecido observándola. Aparecía y desaparecía, como por arte de magia. Un día en aquel cajón, al otro en su sitio, correctamente colocada en el viejo albúm de fotos, para desaparecer tiempo después y emerger, de nuevo, pero esta vez entre los libros de la colección de Julio Verne. Me he pasado la vida mirando esa foto. No sé si lo he dicho, pero es la foto que más me gusta de tí.

El tiempo ha pasado y ya no tienes patillas, y tu frente sólo alberga las arrugas delatoras de la edad. Cambiaste las gafas de sol por unas graduadas que dejan entrever tus ojos de hombre sereno, y a aquella niña, que era tu sobrina, por tus nietos. Pero aún te ríes igual... así que por mucho que me empeñe, te miro, y te remiro, y se me viene a la memoria Clint Eastwood.

Como no quiero ponerme sentimental -y sé que al final me pondré, lo quiera o no- voy a ir al grano. Pero no sé por donde empezar. De veras que no sé por donde empezar. Así que si comienzo a dar rodeos, espero sepas disculparme... ya me conoces. Pero me es difícil expresar ciertas cosas. Sobre todo tratándose de tí. De ese héroe cuya imagen jamás figuró en los pósters que colgaban en las paredes de mi habitación, ni en las fotos de mi carpeta forrada de adolescente. Jamás apareciste en mis discos, ni en mis películas, ni siquiera te nombré, cuando pude haberlo hecho, en las charlas con los amigos.

Pero ninguno de ellos, ni uno sólo de esos a los que idolatré, esperó al pié de mi cama, tomándome la lección o esperando a que sonara la alarma del termómetro. Ninguno celebró ni uno de los  goles que marqué, ni se alegró de las notas que traje a casa. Ninguno jugó conmigo. Ninguno se molestó, ni se enfadó, cuando esas notas comenzaron a torcerse y cuando aquel niño comenzó a atravesar la temida e insufrible adolescencia. Ninguno de ellos estuvo ahí cuando los necesité y ninguno demostró esa paciencia infinita que tú demostraste (y demuestras) conmigo. Ninguno sintió jamás el más mínimo orgullo por mí. Y sobre todo, por encima de todo, ninguno de ellos me quiso como me has querido y me sigues queriendo tú.

Sé que es tarde, demasiado tarde. Que han pasado muchos años... y que no recuerdo la última vez que te dije 'te quiero' (es más, no creo habértelo dicho). Te he tenido ahí, como sin darle importancia al hecho que eras TÚ, mi padre, ese héroe ignorado que estuvo ahí, a mi lado. Omnipresente. Con las notas buenas, y con las malas. Con las risas y con los llantos. De niño, de adulto. Siempre, y por siempre.

Sé que me pasará a mí también. Que cuando estos cafres crezcan, olvidarán ciertas cosas y ya no habrá más abrazos ni más 'te quiero papi'. Supongo que es así, que es inevitable. Cambiarán a papá por algún melenudo, me dejarán un poco al lado, como yo te dejé a tí. Se enfadarán y se enfrentarán cuando nuestros puntos de vista comiencen a diverger, como nos paso a tí y a mí.
Pero de veras que le pido a Dios (perdona papá: sí, a Dios, ¿pasa algo zociatas?) todos los días. Todos los días le pido, que cuando crezcan, cuando tengan la misma edad que tengo yo ahora, me sigan queriendo, al menos, la cuarta parte de lo que te quiero yo a tí.

Un beso, papá.